Una linea roja (#HistoriasdelCamino)

Con motivo del Concurso de relatos #HistoriasdelCamino, presento el relato "Una linea roja", que sigue:

 
 Una línea roja

 

—¿Es eso cierto?

—Una verdad como no he dicho otra en mi vida, majestad. Es la tumba del hijo de Zebedeo.

Don Alfonso mira con persistencia al muchacho sucio y cansado que dice venir en nombre del obispo. Teodomiro de Iria; le conoce y sabe que no mentiría ni bromearía con un asunto tan serio como la tumba del apóstol. Sabe también que ya se ha discutido el tema de las reliquias del santo, de su posible traslación a alguna diócesis de Hispania, donde había predicado, y sabe que no era precisamente el obispo su principal defensor. Le cree porque quiere creerle.

No obstante, teme lo que dirá Nepociano sobre las reliquias:

—Oh, que buen momento, ahora que los sarracenos nos acosan. Sin duda un descubrimiento así unirá a la cristiandad. Carlomagno nunca dejará que los mahometanos pongan sus infieles manos sobre un discípulo de Cristo. Estamos todos salvados.

Sobre todo, teme como lo dirá, con ese sarcasmo que es impropio de un conde y menos de un creyente como debería ser. Sabe y teme. Pero por encima de todo tiene fe.

—Ha habido una revelación —dice el chico. Y a Alfonso se le incendian las pupilas—. Yo mismo lo he visto. Todos lo hemos visto: sobrenaturales luminarias sobre la tumba del de Zebedeo.

El muchacho cierra los ojos con fuerza, tratando de recordar con exactitud. Han acercado dos sillas al fuego y al chico le brilla la cara sucia. Enseguida recita:

—«Como los cuerpos de los mártires acostumbran a aparecer, por revelación de Dios cuando el Creador lo ha juzgado conveniente». Teodomiro me dijo que así decía San Agustín. Una revelación.

Por suerte para la corte están solos los dos, el muchacho y el rey. Solo buenos cristianos. Don Alfonso se levanta de su silla con lentitud, pues muchos dolores le achacan el cuerpo viejo, y se dirige hacia la puerta a comunicar a un mayordomo que necesita un mapa.

—Haced enviar también a don Ramiro —añade, y cuando va a cerrar la puerta añade otra vez—: Y traedme mis cálamos.

Rápidamente sus deseos son concedidos, no en vano es don Alfonso el rey de Asturias. Ramiro trae varios mapas de la costa, de los montes y los valles, plagados de los nombres de cada una de las villas, aldeas y lugares, así como el largo cálamo de oca, el favorito del rey, y su tinta roja de minio.

—Son más de cincuenta leguas, don Alfonso —dice Ramiro, echado sobre los mapas—. veintitrés leguas hasta Granda, quince más hasta Lugo y no menos de dieciocho hasta el bosque de Libredón.

El muchacho asiente en silencio. Acaba de hacer ese mismo camino en el sentido contrario y le ha llevado cinco días, y eso viajando solo y pudiendo disponer de cuatro caballos.

—Mi señor, no quiero ser imprudente al decirlo, pero creo que a vuestra edad, un viaje tan largo y casi entrado el invierno…

—Sois imprudente Ramiro, pero comprendo vuestras intenciones. Sin embargo, no se trata de mí, sino del apóstol. Si como me juran han descubierto el sepulcro de Santiago el Mayor, no seré yo el último en ir a visitarlo.

Ramiro asiente y el muchacho baja la cabeza cuando escucha el nombre del mártir. Un silencio de fondo del mar colma la sala mientras el rey decide. Se levanta de la silla haciendo susurrar la saya y moja el cálamo de oca en la tinta roja. Mira el mapa que tiene debajo, todas sus tierras: el reino del fin del mundo.

Entonces traza una línea insegura entre Oviedo y el bosque de Libredón, cubriendo los nombres de muchas villas y concejos. Una línea todo lo recta que puede ser con el pulso de un anciano. Una línea que, ahora no lo sabe, marcará la historia de su país.

—Ensillad mi caballo —dice.

 

 

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