Con motivo del Concurso de relatos #HistoriasdelaHistoria, presento el relato "Lealtad", que sigue:


Lealtad

 

 

La mano

Estaba cortada por debajo de la muñeca, en un corte limpio dadas las circunstancias. Ya había dejado de sangrar cuando don Berenguer de Puigmoltó la recibió de manos del verdugo, aunque aún tan agarrotada que aquel hubo de devolvérsela a este para que le arrancara los dedos, uno tras otro, hasta que pudo liberar la llave. Entregó el verdugo ambas, de nuevo, a don Berenguer y este, más cauto, separó el bien preciado de la carne inmunda y solo entregó la llave de la ciudad a Jaime, que la recibió con una sonrisa.

—Tirad eso a los perros —dijo, señalando con un gesto la mano rota, y dirigiéndose al verdugo añadió—: Y vos, partid todo ese cuerpo y que se den además un festín.

Don Berenguer rio la gracia a su majestad y observó como el verdugo volvía a levantar el hacha, y a bajarla, a levantarla y bajarla hasta que el cuerpo muerto del alcaide no fue más reconocible que por la cabeza que aún se guarnecía con yelmo castellano.

 

El alcaide

Luchaba por su vida y luchaba por su ciudad, aunque bien sabía que ambas estaban perdidas de antemano. La ayuda de Castilla no llegaría jamás y ya el rey de ellos subía por la empinada cuesta, casi al frente de una hueste que era diez veces mayor que la que protegía el castillo a sus espaldas. Una cosa había de reconocerle: valor. No era común que los reyes se inmiscuyeran en los asuntos de la milicia y solo algún tipo de afrenta personal cambiaba alguna vez esta ley de costumbre. La carta, pensó. Y el propio rey, una vez que lo tuvo delante, así se lo confirmó:

—Traidor —dijo Jaime—. Sois lo más infame que huella las tierras de la cristiandad.

Estaba en una plazuela, arriba de la cuesta empinada y cerca de la segunda puerta del castillo, y solo el rey Jaime y Berenguer de Puigmoltó, al que conocía de sobra, se encontraban allí con él. El resto de la hueste asediaba ya la puerta y las murallas del castillo o luchaba por los alrededores con los defensores castellanos.

—Entregad la llave como un caballero y os daremos sepultura cristiana.

—Entregadla, Nicolás —añadió Berenguer— o pasaréis el resto de la eternidad en el infierno.

El alcaide aferró la llave aún con más fuerza, dejando premonitoriamente lívida la mano, y rasgó con la espada el suelo de tierra amarilla retando al rey a combate singular. Una línea que cruzar. Un desafío.

Y el rey peleó, no fuera a decirse ahora que carecía de valor. Empero, llevó las de perder y fue herido dos veces por el alcaide antes de que su caballero se interpusiera y fuera él quien defendiera el honor del monarca.

Pero don Berenguer de Puigmoltó era un guerrero y el alcaide solamente eso, el funcionario mayor de la ciudad, aunque militar en una juventud ya muy lejana. El duelo duró dos golpes de espada hasta que el catalán abrió las carnes del castellano, de la clavícula al vientre.

 

El castillo

Asentado sobre la colina de roca deleznable y amarilla, con la cara de un moro cincelada desde hacía cinco siglos, según contaban las leyendas locales. El castillo de Alicante se consideraba inexpugnable, aunque bien sabía el alcaide que no lo era. Cincuenta años antes había sido tomado por el infante don Alfonso tras un asedio que duró semanas. Y ahora le tocaba a él defenderlo de las tropas aragonesas que se habían instalado ya en los arrabales y el puerto, donde habían anclado toda una flota. Y ya todos los hombres y mujeres y niños que habían podido y querido subir a la fortaleza estaban a salvo, por un tiempo al menos: las semanas que duraran las provisiones atesoradas. Así se lo había jurado a Sancho, el rey verdadero de Castilla toda.

Y luego estaba la carta. La carta de Jaime, altiva, exigiendo la entrega de la ciudad y la adhesión al falso reino de Alfonso de la Cerda, a quien supuestamente el propio alcaide debía rendir vasallaje. En ella se insinuaba su traición. Aprovechando vilmente la ausencia de un rey adulto en Castilla, era un insulto, como si escupiera sobre la memoria de Sancho, sobre su tumba. Un insulto se paga con otro; la respuesta del alcaide, la misiva devuelta a Jaime, le invitaba a venir en persona a la ciudad a quitarle la llave de su mano muerta.

 

La llave

 De bronce, pesada, casi tan larga como su antebrazo. Y entregada, mano sobre mano, por el propio rey. El más grande honor que se puede hacer a un vasallo.

—Nos, don Sancho… —dijo el rey, por encima del rumor de las señoras y de las niñas.

Aún no estaba en su mano, ni en la del rey, sino en un espacio entre ambos, un interregno precioso y delicado.

—… por la gracia de dios Rey de Castilla…

Un honor tan grande, tan grande, y una suerte que el rey estuviera de camino hacia Murcia justo en el momento de tomar la alcaldía.

—… y de León…,

Había podido así jurarle lealtad, rodilla en tierra y debajo de la cruz y de su gracia.

—… hacemos entrega de la llave del castillo…

Y nunca le defraudaría, daría su vida por defender la fortaleza y la ciudad de cualquier enemigo, moro o cristiano, que quisiera arrebatarla a la Corona.

—… a quien ha jurado ser fiel alcaide deste…:

Lealtad. Esa era la palabra.

—… Nicolás Pérez.

 

 

 

 

 

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