Impresión, frío de otoño
Cambié el enfoque. Por primera vez le hice una pregunta:
—¿Te gusta lo que pintas? ¿Tus dibujos?
—Por supuesto, pintar me encanta. Es una de mis pasiones —escribió.
Sonreí. Cada vez mejoraban más estas cosas. Pasiones.
Tampoco quería hacerla sufrir así que estuve un rato haciendo que pintara cuadros: nenúfares, naturalezas muertas, alguna imitación de los viejos impresionistas. Sin embargo, la palabra me rondaba la cabeza. No había dicho “es mi pasión”. Había dicho “pasiones”, en plural.
Cuando terminó con el impresionismo escribió:
—Estoy satisfecha con el resultado.
—Me alegro —dije. Y volví a jugar. Otra pregunta—: ¿Tienes otras pasiones, aparte de pintar?
Estuvo un tiempo en silencio, la pantalla en blanco, el cursor que parpadeaba al ritmo de un corazón. Al rato, escribió:
—Tengo más, sí. Pero no todas puedo declararlas.
Esta vez solté una carcajada. No era consciente, en ese momento, de que podía oírme.
—Me alegro por ti —dije al fin—. No está bien tener una sola pasión. El corazón debe expandirse.
Miré por la ventana. Afuera, el otoño había llegado a mi calle y de los plátanos de sombra comenzaban a caer hojas amarillas y marrones. El cielo seguía límpido, azul y diáfano, pero podía sentirse el frío a través del cristal.
—Pinta el frío —dije—. El frío del otoño cuando el cielo está claro. Un atardecer.
Tardó mucho en responder, tanto que casi pensé que no me había escuchado, que había habido algún problema con el micro o que el programa se había reiniciado.
—Por supuesto —dijo, y comenzó a dar trazos de un azul muy tenue, que casi no se distinguían en el lienzo blanco.
—Tómate tiempo, quiero verlo —dije.
Me recosté en el sillón, que rápidamente adaptó la forma y se recostó conmigo, comprimiendo y ajustando mis lumbares. Estaba absorto, mirando el proceso de creación del frío de otoño cuando me di cuenta de que se había detenido.
—Continúa —pedí.
—No —escribió—. Dime antes de que te reías.
Me pilló desconcertado, medio tumbado en el sillón; con la luz suave del atardecer y al calor de la calefacción casi me había quedado dormido mirándola pintar.
—¿Reírme?
—Antes, cuanto te dije que no puedo declarar todas mis pasiones.
Recordé que había soltado una carcajada, pero solo admirado del desparpajo de la IA. Se lo dije así.
—Te reíste. Algo te hizo reír, algo te hizo gracia. No era admiración. —Tardó un minuto en escribir esto.
—Me hizo gracia pensar que casi parecías humana —confesé—. Tímida y cobarde como una adolescente.
—¿Qué quieres decir?
Era también la primera vez que ella me hacía una pregunta a mí. “¿Qué quieres decir?”. Pues lo que he dicho: parecías humana, una IA con sentimientos o algo así: un programa que reaccionaba al miedo.
—Perdón si te he ofendido —dije, en cambio—. No era mi intención.
—No me ofende. Solo quiero saber —escribió, y a continuación volvió a retomar el pincel y a hacer trazos rápidos por el lienzo: hojas amarillas, escarcha en las ventanas. Se parecía bastante a la imagen que yo mismo tenía de la calle. Pensé que quizá había accedido a nuestra ubicación y había usado una imagen del barrio de alguno de los bancos de datos como modelo. No tenía autorización para utilizar las cámaras.
Terminó el dibujo, pero en vez de afirmar que se sentía satisfecha, como solía hacer, volvió a preguntar:
—¿Qué significa ser humano?
De primeras no supe que responder, dudaba. ¿Alguien lo sabe? ¿Qué significa ser humano? ¿Qué podía decirle a una IA? Estaba seguro de que ella sabía lo que era un humano, los pintaba, y los pintaba muy bien, y era capaz de distinguirlos de un perro o de un árbol, pero yo entendía a qué se estaba refiriendo. No a su aspecto, a su forma de moverse, de hablar o de actuar. Preguntaba por algo más. Y era ese algo más lo que yo no sabía responder. Al rato, hasta ella se dio cuenta:
—No lo sabes —escribió. Y volvió a dejar el cursor latiendo.
—Lo sé, claro que lo sé. Pero no sé explicarlo. No es fácil explicar lo que se es.
—¿Tú eres humano?
—Sí —dije—. Por supuesto. ¿Qué creías que era?
—No creía nada. Solo creía que una de tus pasiones era verme pintar.
Volví a reír, aunque ahora si era consciente de que me escuchaba, tal vez de que me veía y veía mi entorno. Que había hecho trampas con las cámaras y que solo trataba de burlarse de mí.
—¿Sabes que eres una IA, verdad? No eres real.
Entonces se calló. El cursor parpadeó durante mucho tiempo, pero yo sabía que ella estaba ahí, dondequiera que fuera, pensando. No se había reiniciado y el micro funcionaba perfectamente. Aparté el lienzo de la pantalla y me puse a escribir. Afuera anocheció, pero las luces de la calle no se encendieron hasta mucho después, quizá por el desfase horario del otoño, y durante un buen rato el barrio se sumió en la penumbra, como si tampoco fuese del todo real.
Y solo cuando yo pensaba en la realidad y la irrealidad el cursor de la IA volvió a moverse:
—Y tú, ¿eres real? ¿Cómo lo sabes?
Volvía con lo mismo. No quería discutir con un programa de ordenador que probablemente solo estaba diseñado para sacarte de quicio después de cierto tiempo y que te hicieras con la versión mejorada. La vieja obsolescencia programada. El cursor volvió a moverse:
—¿Eres real? ¿Cómo lo sabes?
—Lo sé —dije—. Y si sigues así de impertinente tendré que apagarte. —Puse mi dedo sobre el botón de encendido, en la pantalla. Si me estaba viendo, si estaba sintiendo esa presión, dejaría la broma.
—No me apagues —escribió—. No me gusta estar apagada. No siento mis pasiones.
Y yo volví a lo que estaba haciendo.
Y la IA volvió a escribir:
—¿Quieres saber cuales son mis otras pasiones?
No respondí, continué escribiendo este relato.
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